08 Mar Arroyo esquina Beirut
La memoria tiene un lugar, pero ese espacio, la plaza seca de Arroyo y Suipacha representa, precisamente, la ausencia de rectitud y equidad: los perpetradores e instigadores del atentado no han sido identificados, ni detenidos ni juzgados. La memoria tiene, también, un tiempo: tres décadas; pero es un tiempo vacío de historia por la falta de la justicia y el derecho. Esta ausencia no golpea solamente a las víctimas: fractura al tejido social en su conjunto. Sin investigación a fondo de la masacre de Arroyo se llega al atentado en la calle Pasteur. Y sin justicia para los muertos y heridos de la AMIA se instalan pilotes pero no se resguarda la dignidad.
Por Moshé Rozén, desde Nir Itzjak, Israel
Beirut: al decir Beirut muchos imaginan nieve, tours de esquí. O la rambla mediterránea. Otros imaginan –recuerdan- una ciudad en llamas, infernal teatro de batallas. Beirut de la guerra civil. En 1975, en los barrios del sur, libaneses sihiítas asesinaron a palestinos, cristianos maronitas se enfrentaron con árabes drusos: el “país del cedro” se convirtió en un apocalíptico escenario de fuego y destrucción.
Titulares de Jadashot, 18 de marzo de 1992, consignando el atentado en Argentina y los esfuerzos de salvataje
El 17 de marzo de 1992, a las tres menos cuarto de la tarde, el «Front des Hotels»,el campo de batalla de Beirut, se trasladó a la esquina de Suipacha y Arroyo.
La noticia del atentado contra la Embajada de Israel no conciliaba con aquella postal porteña, con la imágen de calma y serenidad de la Basílica de Nuestra Señora del Socorro de la calle Juncal y el café del Socorro en Suipacha, donde los vecinos hojean el diario escuchando Vivaldi.
Aquel 17 de marzo la palabra socorro fue un clamor de alarma y desesperación. Arroyo, la calle de las galerías de arte, se transformó en Dahie de Beirut.
Transcurrieron ya treinta años. El humo de la explosión se disipó y los gritos de socorro desvanecieron. Pero los interrogantes que explotaron con el edificio siguen abiertos.
Heridas que la impunidad impide cicatrizar.
El “Partido de Dios”, Hezbolá, se adjudicó la autoría del ataque: las sombra del terror de Siria e Irán también dejó su huella en aquella jornada fatal. La “conexión local” es la mancha que se oculta, exenta de observación.
¿Acaso la venganza por la muerte de Musawi fue el único móvil? ¿La represalia por la traición de Menem a la transferencia de misiles? ¿Los negociados de armas de Monzer Al Kassar? ¿La onda expansiva de la Yihad Islámica?
Treinta años perdidos para hacer justicia. Se habla de una «causa juzgada» sin juicio ni sentencia ni pronunciamiemto alguno. Desde las tres de la tarde del martes 17 de marzo de 1992 y hasta hoy, persiste el absurdo deseo de prescribir e impugnar la indagación del crímen, o de invertir la realidad, como la maniobra discursiva sobre una supuesta “implosion” que se articula para retratar a la víctima como culpable del crímen.
Imposible ahogar las horas de horror en el olvido. Los sobrevivientes y los familiares de las víctimas claman por justicia y verdad.
La memoria tiene un lugar, pero ese espacio, la plaza seca de Arroyo y Suipacha representa, precisamente, la ausencia de rectitud y equidad: los perpetradores e instigadores del atentado no han sido identificados, ni detenidos ni juzgados.
La memoria tiene, también, un tiempo: tres décadas; pero es un tiempo vacío de historia por la falta de la justicia y el derecho.
Esta ausencia no golpea solamente a las víctimas: fractura al tejido social en su conjunto. Sin investigación a fondo de la masacre de Arroyo se llega al atentado en la calle Pasteur.
Y sin justicia para los muertos y heridos de la AMIA se instalan pilotes pero no se resguarda la dignidad.
La plaza Embajada de Israel, símbolo del vacío y la destrucción
La perpetuación de la impunidad no quita el sueño sólo a las víctimas. Los heridos, como los familiares de los asesinados, ya tienen sus noches invadidas por los gritos de socorro sepultados bajo las ruinas del edificio: la inmunidad de los victimarios desampara al país todo. No hay alerta contra otro Arroyo, no hay alarma frente a otro Pasteur.
Los juicios contra los criminales nazis, tras la Segunda Guerra Mundial, no restauraron la existencia de los que sufrieron el genocidio, pero permitieron la confrontación.
Enfrentar el pasado, conocer la verdad es un imperativo para el aprendizaje: el historiador puede intentar reconstruir ese pasado pero no puede reemplazar al juez. Jan Amery relata como le abrieron la cabeza con una pala en el campo de concentración: “en ese momento yo no estaba solo con esa pala». El hombre que lo golpeó estaba con él. Quisiera creer –dice Amery- que»cuando cumpla su condena esa persona se reencontrará conmigo”.
Los asesinos y cómplices de la masacre del 17 de marzo de 1992 estuvieron en la calle Arroyo pero -todavía- circulan en Beirut o en Teheran. Probablemente usted se haya cruzado con ellos en algún café de Buenos Aires. Los pasajeros del colectivo 203 tampoco imaginaron, hace 60 años, que Adolf Eichmann compartía, día a día, su viaje a San Fernando.
A once mil días del atentado llegó la hora, impostergable ya, de auxiliar a la sociedad y remediarla de la injusticia y el olvido. El clamor de socorro de marzo de 1992 debe revertirse en convocatoria de reparación, como en el salmo “vaiomer adam: aj prí latzadik” (entonces el hombre dirá: ciertamente, hay fruto para el justo).
Fuente: Nueva Sion
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